“La Humanidad es muy vieja, Colás, y más sabe el diablo por viejo que
por diablo» (Ramón Pérez de Ayala, El
curandero de su honra). Este
viejo refrán ha sintetizado la visión que da la edad con la experiencia de las
cosas prácticas. Es una visión que implica respeto y admiración hacia las
personas que con la edad suelen sortear con más herramientas los problemas
habituales o fortuitos. En antiguas culturas, la persona anciana era una fuente
del saber, de la experiencia y la de toma de decisiones agudas y reflexivas
frente a una crisis u otra situación álgida que comprometía a una familia, un
clan, una sociedad. El gobierno de los ancianos o gerontocracia no era mal vista,
aunque con el tiempo podía devenir en una oligarquía. Esto se daba en un mundo
en que el conocimiento no era tan cambiante, las formas de aprendizaje eran más
lentas y evoluciones sociales lentas.
Pero, desde el inicio de la
segunda revolución industrial, muchas cosas se trastocaron. Los núcleos
familiares cambiaron y las fuerzas laborales frente a una máquina no eran tan
diferenciadas, puesto que la fuerza bruta se reemplazó por destrezas manuales y
con rapidez de aprendizaje. Esto se va a ir acentuando cada vez más en los
siglos venideros. La industrialización va a exigir a la humanidad aprendizajes
y adecuaciones rápidos. Esta va a ser la primera gran brecha que se va a
generar entre los adultos y los jóvenes. La exacerbación de la misma es la que
estamos viviendo con el desarrollo de internet que ha creado un sutil concepto
de “viejo” y “nuevo”: migrante y nativo digitales.
Las sociedades ricas,
además, van a estar muy ligadas a los núcleos familiares pequeños que incluso
van a ver reducidas sus tasas de natalidad y que van a tener una fuerte
influencia negativa en la generación de recursos para las pensiones de retiro
laboral: la jubilación. Las sociedades latinas tienden a ser más, dizque,
protectoras de sus ancianos, pero como sociedad es incapaz de dar una buena
calidad de vida a sus millones de adultos mayores. En las sociedades ricas,
esta satisfacción sí se ve de manera más mayoritaria, pese a que se puedan
mostrar, a nuestros ojos, como más frías e “inhumanas”. Sin embargo, son las
sociedades ricas que la van mostrando una fuerte tendencia hacia el
envejecimiento social, ya que cada vez hay menos jóvenes que aporten a los
seguros sociales de sus países y generen crisis en dicho sistema. Alguna vez un
ministro japonés de finanzas, Taro Aso, en 2013 pidió a los ancianos de su país
que “se den prisa en morir” por el gasto que ocasionaba al Estado sus
tratamientos (http://www.elmundo.es/elmundo/2013/01/22/internacional/1358870209.html).
En países como el nuestro, ante la mediocridad de nuestro sistema social, se
creó una propuesta para asegurar nuestro futuro individual. Se desarrolló la
codicia, aunque todo apunta a que está haciendo agua por todos lados.
En un mundo con estas
características, ser viejo ha ampliado su “radio de acción”: ante un modelo
económico bastante salvaje, la madurez ya puede entrar en esta categoría. Una
persona entre 40 y 50 años tiene escasas probabilidades de hallar un trabajo
dependiente por diversas razones, las mayorías económicas. Conozco a varias
personas de manera personal cuyas perspectivas laborales son sombrías y que lo
condenan al rincón de los “descartables”. Así como los objetos perecibles y
desechables, se está convirtiendo una gran porción de la humanidad.
Esa visión es aprendida
directa e indirectamente por una nueva sociedad que ya va viendo a sus adultos
como lastras, cargas pesadas. Hay una comedia negra argentina llamada Esperando
la carroza la que nos retrata de cuerpo entero.
Y para entrar en mayor
contradicción de la situación, gracias al desarrollo de la medicina y otros
factores, la gente tiende a ser más longeva. La pregunta está en identificar
dónde se halla el error: ¿en la persona o en el sistema?