Datos personales

Trujillo, La Libertad, Peru
Un espacio para mostrar ideas y puntos de vista ligados al arte, a la cultura y la vida de una sociedad tanto peruana como universal

domingo, 14 de septiembre de 2008

CARAL


Viernes 10:30 de la noche. Dos buses salen desde Trujillo con destino a la ciudad de Supe. 95 estudiantes y 5 docentes, más tres agentes de viajes con los respectivos pilotos y copilotos se enrumban hacia el sur para visitar el pasado. Para mí, estos viajes son una buena válvula de escape, luego de días estresantes y cuasi monótonos. Casi un año atrás había viajado a este lugar con el primer grupo, el pionero. El de ayer nos ha permitido ver que ya hemos llevado a cerca de 600 chicos a conocer la génesis de nuestra cultura. El viaje se hace sin contratiempos, salvo el de una carretera Panamericana, tortuosa, saturada de tráfico pesado, con muchas paradas por ingreso a ciudades de una sola vía, pero que entorpecen el buen discurrir de la circulación. Llegamos a Supe a las 5 y media de la mañana del sábado. Desperezándonos, bajamos para estirar nuestras entumecidas piernas y sentir un poco la llovizna matutina. Un suave neblina cubre el valle y hacemos un rápido cateo de la zona; hay humedad en el ambiente, pero el día se pinta prometedor. Luego de las visitas consabidas a los baños, volvemos a nuestro bus para llegar a nuestro objetivo, previa pascana para un desayuno reparador. Jorge, Gilberth, los muchachos, todos comenzamos a entrar anímicamente en la idea de la visita a unos de los lugares más antiguos poblados culturales de América; como lo dijo alguna vez Melissa (un gran recuerdo para ella), estamos yendo a la génesis de nuestra cultura, al principio de nuestra identidad; a nuestra semilla.
El desayuno fue reparador y nos permitió "recargar combustible" para la caminata. Sí, hay que dejar el vehículo y marchar entre sembríos de ajíes, algodón y otros cultivos (algunos oriundos, otros de origen foráneo, como nos explicaron luego).
Hay lugares mágicos cuyas entradas son proverbiales y las recuerdas cada cierto tiempo; la he vivido en Efeso, en la Acrópolis, en Jerusalem, en Machu Picchu; son lugares a los que llegas y la presencia de la voluntad humana en perpetuarse se ve en sus vestigios. Caral es uno de esos lugares, de pronto, a los lejos, vislumbras unas pirámides que antaño confundían con grandes montículos de arena o piedra; el lento ingreso a la ciudadela se hizo por el parador turístico muy bien tenido y el cual permitió a todos nosotros prepararnos para la caminata.
Los guías encargados cumplieron con la función de informar a los jóvenes sobre lo que estaban viendo, visitando; sé que en muchos de ellos, nuestros alumnos, la obligación de estar atentos a poder responder un cuestionario previamente asignado les postergaba la sensación de saberse en un lugar mágico, con el peso de la historia. Podía discretamente deslizarme entre ellos para poder ver más detalles que muchas veces postergamos por creerlos más importantes, cuando esas pequeñas cosas del lugar, la luz, el paisaje, el viento, detalles que hacían el lugar muy interesante.

Para muchos de los asistentes, el hecho de caminar más de dos horas significó una situación poco manejable; a nuestros chicos les falta marchar más, eso fue lo que causó, en varios momentos, que el grupo vaya más lento y dejemos de ver otras cosas interesantes.

El momento culminante, casi al final de nuestro viaje por la historia, fue el encuentro nada más y nada menos que con Ruth Shady. El momento fue un poco tenso, quizá por el celo de los arqueólogos que trabajan con ella, pero pasados estos impases, la conversación fue óptima y para todos esclarecedoras; ella quedó muy sorprendida de la cantidad de alumnos de nuestra Universidad que ya habían visitado Caral. Casi 600 alumnos en una institución de casi 4000 dice la movilización que se ha logrado en el último año. La Sra. Shady se ha visto muy interesada en venir a nuestra casa de estudios para ver lo que estamos haciendo y conversar con los chicos directamente. Los 5ooo años de historia no tienen por qué desvancerse si es que hay entre todo ese mundo de posibilidades humanas, algunos que toquen su intelecto para preservar el patrimonio de los hombres. Espero que así esa.

SHAMBAR


El papel de la cocina no consiste solamente en hacer consumible
la comida, sino que exige también que camufle los alimentos mediante
el doble artificio de la preparación y de la presentación de los platos
LA AVENTURA DE COMER, NOELLE CHATELET


EL TRUJILLO CULINARIO Y EL SHÁMBAR

Siempre me ha gustado auscultar, husmear platillos deliciosos de las más diversas culinarias en los sitios que he estado; algunos fueron felices encuentros, otros, varias de las ocasiones, decepciones o fraudes al descubierto. En mi peregrinar por restaurantes encopetados y humildes fondas, zonas de alta rotación y cálidas casas de amigos (o tu propia casa), el encuentro feliz con la comida es, para mí, un momento de gloria que no se puede postergar: he puesto en duda amistades férreas cuando mis amigos anteponían otra propuesta que no era la de ir a la mesa para tener mi consecución de vida. Una vez dos grandes amigas mías en Monsefú, a las 2 de la tarde, se les ocurrió ir de compras y postergar mi pactado encuentro con un chinguirito previamente acordado; mi silencio con ellas duró casi dos semanas, reconocieron la grave falta que habían cometido.

Cuando me instalé en Trujillo, hace ya 15 años, inicié una suerte de expedición de lugares con culinaria espectacular; en Lima había dejado un buen grupo de amigos que teníamos por hábito visitar los domingos diversos restaurantes y huariques que te ofrecían platos impresionantes tanto al paladar como al olfato y a la vista. Había recalado varias veces en el famoso restaurante El Señorío de Sulco, que quedaba en el pueblo viejo de Surco y había comido extasiado la famosa Huatia, noble preparación serrana de la carne con especias y hierbas: un manjar. Con esos buenos hábitos adquiridos, llegué a Trujillo a iniciar cierta cacería; pero se necesitaba buenos informantes y acompañantes (la buena comida se hace con buenos amigos, en un bonito lugar con un buen entorno). Algunos compañeros de mi primer centro de trabajo eran sibaritas incipientes y me guiaron a diversos lugares, algunos interesantes; otros, lamentablemente equivocados. Comí en Moche diversos platillos interesantes, pero no espectaculares. Si lo hubieran sido, hubieran quedado en mi memoria. Quizá la excesiva condimentación o la mala (y usual combinación en las guarniciones) hicieron que esos platos estén ahora en el mundo del anecdotario. Uno lo recuerdo por la grotesca presentación de arroz, yuca y condimentos de mala calidad que me dejaron una acidez proverbial (eso que tengo estómago notable). Debo a Alejandro Santa María y Michael Exley algunas acertadas visitas en este periplo: Alejandro tuvo a bien llevar a Doña América a un cumpleaños suyo: sus anticuchos eran notables (recuerdo haber comido entre 18 ó 20) y quedan en mi memoria. También me llevó a comer este plato frecuentemente nombrado que es el shámbar. En realidad, mi expectativa no fue satisfecha como pensaba. Y aún no lo es.

El shámbar es un plato de orígenes no tan bien documentados; Cajamarca propone que es un plato que se originó en sus tierras; me parece válido, ya que el fundamento de este plato son las menestras, basándose en trigo, frijoles y habas. La certeza de que el shámbar es un plato serrano se valida por los ingredientes anteriormente mencionados, más las carnes que se suelen usar para su preparación como es el jamón serrano entre otras carnes. Las menestras son el aporte castellano que se adaptó a las alturas de nuestra realidad geográfica, pese a que hubo muchas zonas costeras en las que se plantó trigo y otras menestras de consumo diario. Pero la inclusión de estas en la culinaria costeña no fue tan relevante como sí lo fue (y es) en la sierra. Como Trujillo se ha vuelto una ciudad bastante serrana, su culinaria ha aceptado sin regañadientes este plato como parte de su variedad. Hablé con diversas personalidades de la cocina y casi todas coinciden en su origen serrano, así como su humilde génesis en cuanto un plato “residual”, ya que las opíparas cenas de los señorones trujillanos de los domingos terminaban con muchas sobras. Nuestro ingenioso pueblo (así como surgen las mazamorras y el arroz chaufa) hizo del hambre su numen de creación permanente y “recicló” este bagaje desperdiciado. Así como la población negra creó toda una vasta producción de las vísceras de los animales beneficiados (sangrecitas, pancitas, anticuchos, chanfainitas), nuestros ancestros prehispánicos también supieron aportar los suyo con sus increíbles chupes o magistrales sopas. Es interesante saber que esta sopa no tiene algún ingrediente de origen americano. Tanto las carnes como los vegetales empleados son de origen europeo. Quizá los únicos aderezos oriundos sean los ajíes (sobre todo el ají amarillo, llamado Mirasol, Capsicum Baccatum) El añadir cancha es posterior. El hecho de ser servido un lunes (puesto que su digestión es otra historia) es por la obvia razón que lo guardado en algunas comidas adquiere un sabor más especial (recordar el tacu tacu de un día para otro). Francisco Vallejo, quien escribe en la sección culinaria de El Comercio, ha aventurado ciertas teorías sobre su origen: él toma las precisiones hechas por el antropólogo Orlando Velásquez, quien le atribuye un origen cajamarquino y recibe esta denominación por la antigua lengua culle que se hablaba por estas zonas antes de los incas. Sea cual fuere su origen, es evidente su mestizaje, la combinación ha evolucionado hacia la especie de sopa que tenemos en nuestros días y que se ofrece todos los lunes (¿y por qué no los domingos?) en diversos lugares de Trujillo.

Desde mi larga estancia aquí he sido llevado, invitado, sometido, conminado (varias veces, en realidad) a comer este potaje. Desde lugares tradicionales hasta humildes puestos con esteras, he buscado el punto de la perfección de esta sopa y quiero convencerme que es una delicia, busco las combinaciones de carnes, los mejores aderezos e, incluso, las mejores canchas que acompañen al mismo. Pero, no llega a calar mi olfato; aprecio mucho las sopas, caldos y chupes; la sopa verde es una maravilla, la sopa a la minuta me puede hacer postergar muchas cosas y los chupes son platos de otra órbita; pero el shámbar, con el perdón de muchos amigos, no despierta una pasión en mí. Una vez, de manera informal y aleatoria, pregunté a personas de diversas edades sobre los platos por los cuales tienen un entrañable recuerdo. Quizá uno o dos hayan nombrado al shámbar, los más tenían evocaciones por otros manjares. Es un plato que puede estar entre las patascas, entre los locros; y sí sería necesario trabajar en él para hallar los reales ingredientes que lo hagan notable, muchas veces las estandarizaciones de las comidas, el mezquino abaratamiento de los insumos y el mal gusto hayan quizá estropeado este antiguo plato; recuerdo que uno vez comí olluquito con charqui (de llama) y el sabor era otro, nuevo, raro. ¿Es tal vez que en el camino se perdió algo? Pero, por ahora, debo decir que cuando Eva, la señora que nos engríe en casa, se dispone a preparar uno, preparo mis sentidos para hallar el misterio del mismo. Algunas veces lo ha logrado. Espero el milagro.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

EL PLACER DEL PALADAR


Antes de empezar a escribir sobre un tema tan apasionante como el buen comer, divagaba sobre qué punto tocar en tan vasto territorio recientemente abordado y acosado con esta famosa campaña de la culinaria peruana. Me vi abrumado por los diversos caminos que implica sondear el planeta gastronómico y no más de una vez cruzó por mi mente no embarcarme en tan titánico periplo, ya que soy un pésimo cocinero y no tendría una justa licencia para hablar de platillos y manjares que deleitan nuestros mal llamados sentidos menores. Mas, de pronto caí en la cuenta que así como uno puede apreciar una bella obra de arte sin necesidad de ser un artista consumado, uno también puede ser un buen gourmet sin que me haya dedicado de alma y corazón a esa alquimia secreta que es la buena cocina. Quizá haya semillas ocultas en cada uno de nosotros cuando nos desvivimos por una obra de arte y esté en mí un potencial cocinero que quisiera palpar, oler y fusionar los manjares frescos que podemos encontrar en cualquier gran súper mercado de nuestra ciudad hasta pequeños modestos puestos dirigidos por vivanderas. Una vez convencido de mi licencia, tomo el reto de navegar entre sopas, escabeches, guisados, chupes y toda delicia que las imaginativas manos humildes y poderosas pueden hacer con el mundo animal, vegetal e incluso mineral.
¿Cuán importante es la comida para el hombre? Desde el punto de vista biológico, el alimento es el combustible de nuestro cuerpo. Esta es la explicación más rasa que se puede dar al acto de comer; comemos por necesidad de subsistir. Nada más. ¿Nada más? Ese divino contacto que un alimento tiene con las papilas gustativas hace que el hombre sondee entre sus recuerdos y emociones la identificación de aquello que vamos a ingerir. Los humanos tendemos a la regularización de todo acto, con el fin de controlarlo y, así, vamos cayendo en la rutina. Pese a que el desprecio con el que el humano ha tratado al gusto, éste se ha dado, pese a todo, la oportunidad de convertir nobles elementos dados por la naturaleza en placeres denominados platillos, como lo sería un cuadro, una pieza musical, una obra de danza. El proceso alquímico de miles de años como especie ha logrado interesantes (diría hasta admirables) fusiones que llegan a nuestras mesas para deleite de los comensales.
Todo empezó en la necesidad de comer. Los primeros humanos ingerían alimentos crudos, sean animales y vegetales, como los hacen los animales no racionales; con el desarrollo de la inteligencia vino la variedad; así como el hombre comenzó a graficarse en cuevas u otros lugares adecuados para su testimonio rupestre, la presencia del fuego permite el desarrollo de los espacios comunes inicialmente colectivos, luego íntimos. El humano evoca permanentemente ese culto al fuego y está presente en todas las culturas y religiones. El control del fuego en cosas tan nimias como las velas no hace, sino, recordar esa antigua acción. ¿Cuándo fue que el hombre comenzó a cocinar? Hipótesis sobre carnes caídas accidentalmente en el fuego y su posterior recolección para comerla hace evocar nuestras fogatas con parrilladas incluidas. La cocción del alimento inicia la larga caminata de la gastronomía humana. Leía con cierta fruición las obras de Noëlle Châtelet y de Omraam Mikhaël Aïvanhov sobre los alimentos y el comer, y ambas se preocupan de la naturaleza combinatoria de los miles de productos que pueden pasar por nuestras cocinas y mesas. La primera en su novela “La Aventura de Comer”, nos hace una interesante descripción casi novelada del preparar, cocinar y comer los alimentos, procesos que evocan nuestra memoria colectiva; la segunda es un tratado de un yoga sobre el cuerpo en general y nos da algunas explicaciones de los alimentos y su relaciones cósmicas con nuestro físico y lo espiritual. Según este tratado, “La Alquimia Espiritual”, ciertas armonías físicas de las cosas (como los alimentos) pasan a ser parte de nuestra armonía física y espiritual. Quizá este último pasa por esa simple filosofía que he escuchado varias veces en un viaje que, cuando vayas a un determinado destino, comiere uno lo que la gente del lugar come. Ellos han sabido dominar su entorno y lo ha hecho alimento para poder vivir en armonía. Esto es motivo de una fuerte discrepancia personal, ya que no quisiera comer perro o algún otro “exótico manjar”, que pueblan la culinaria mundial.
La globalización iniciada en el siglo XV con el descubrimiento de América ha expandido el mundo de los alimentos a niveles insospechados y ha aportado miles de productos novedosos que han enriquecido las cocinas de los pueblos. Así como estamos orgullosos de la papa, el tomate y el maíz, debemos estar agradecidos por las menestras y los cítricos que llegaron a nuestra mesa. Un cebiche sería impensable sin el limón que vino de la India a través de los árabes, para ser traído finalmente por los españoles. Y es nuestro plato nacional, perfecto mestizaje. O no imaginarse un delicioso chupe, hecho a base de leche de vacas que fueron traídas por primera vez en el periodo de la conquista. Podemos empezar un proceso de curar nuestros traumas revanchistas viendo el maravilloso regalo que damos al mundo con nuestros platos totalmente mestizos que serían dignos de nuevas crónicas del Inca Garcilazo de la Vega, sin más.
La estandarización está matando en cierta forma este arte culinario; la absurda cultura light y la patentización (si cabe el término) para la franquicia de un platillo no me hace más que pensar que el gusto por la producción en serie nos lleva al camino insufrible de una sociedad al estilo de MUNDO FELIZ. La famosa cocina molecular espanta y atrae en cuanto a su propuesta para la deconstrucción de un plato tradicional. La cocina en su industrialización está llegando a límites insospechados y se mata la esencia de lo que era acercarse a los alimentos para aprender de ellos en su más infinita bondad de haberme alimentado y, además, haberme hecho feliz cuando con un tenedor, cuchillo o simplemente con mis manos puse su delicada textura para hacer estallar en sabores y olores su humilde naturaleza.
Por favor, no matemos a las Chenchas de la cocina.