La reciente visita a
Trujillo de Gino Ceccarelli y Christian Bendayán, dos personalidades destacadas
en el mundo del arte peruano contemporáneo e iquiteños ambos, y la reciente
lectura de diversos fragmentos del ensayo sobre el problema del indio de José
Carlos Mariátegui con mis alumnos de colegio son los referentes que motivan
este artículo.
En las discusiones
realizadas sobre el arte amazónico y su coyuntura es inevitable evocar la aguda
y vigente reflexión escrita por Mariátegui en su obra 7 ensayos de
interpretación de la realidad peruana. El problema indígena, tema álgido en las
primeras décadas del siglo pasado, es abordado de manera sistemática y global,
y es una realidad aún no superada por la sociedad peruana ya entrado el siglo
XXI. Pero en las últimas décadas hemos comenzado
a conocer esa gran porción de nuestro territorio aún lejano tanto geográfica
como mentalmente de los peruanos costeños y de la oficialidad centralista: la
Amazonía (739.676 km², que representa el 57,6%
del territorio peruano). Si para el limeño de inicios del siglo pasado
el indígena cuzqueño era un ser tan lejano y exótico como un watusi o un
berebere; para el costeño actual lo es un huitoto, ashaninka o bora. Nuestro
desconocimiento sobre ese mar verde es el motivo por el cual aún no lo sentimos
como parte de nuestra compleja identidad. El vasto territorio amazónico es
ocupado, según datos de 2011, por 332,975 habitantes. En su vastedad es
salpicada por algunas poblaciones notables como Iquitos, la ciudad más grande
del mundo sin acceso terrestre. La selva es descomunal, pero las ideas erradas
de civilización la han hecho lugar de barbaridades, narradas a través del
alucinado Roger Casement, recreado por Mario Vargas Llosa en su obra El sueño
del celta; o por los ojos trastornados del español Lope de Aguirre y el
irlandés Brian Fitzgerald (Fitzcarraldo), ambos retratados por el cine del
alemán Werner Herzog. Pero son visiones occidentales. Como reclamaba Mariátegui
en su propuesta sobre el indio peruano, se necesitan voces desde adentro para
interpretar ese mundo aún ignoto para los demás, esa cosmogonía no entendida
por la mayoría de nosotros, que se documente todo el imaginario que lo
abordamos con ojos y actitud de exotismo antes que respeto y admiración. La
selva sigue siendo un territorio ferozmente agredido, escenario de matanzas
(Bagua) y de luchas pendientes del Estado peruano por la seguridad (VRAE), de
gente desplazada por intereses mercantilistas (tala, minería, petróleo).
El lenguaje de los
artistas, de pobladores nativos que acceden a estudios académicos y de los
investigadores sociales han abierto esa ventana que nos permitirá acercarnos a
ella con respeto; que sus mitos no queden solo como anécdotas de la rica tradición
oral; que nos unamos a la defensa de sus intereses y que no volvamos a escuchar
frases indignantes como la dicha por un exmandatario al llamarlos “ciudadanos
de segunda”.
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