Hemos sido testigos de dos marchas
relativamente pacíficas en la semana. La primera, a favor de la vacancia de
Pedro Castillo; la segunda, en apoyo de este. Ambas marchas, anunciadas como
masivas y exitosas en diversos medios que eligieron difundirlas, no convocaron
la cantidad de gente que pudiera haberse esperado. La primera marcha, sábado
05, tuvo una fuerte difusión de medios y las redes reventaron con una profusa
difusión de afiches virtuales y mensajes directos a la población sobre su
participación, la cual tenía un fuerte contenido conminatorio contra el lector,
casi llamándolo de cómplice o traidor. La segunda marcha, jueves 10 y a todas
luces maquinada por el círculo cercano al gobierno, tuvo otras vías y formas de
comunicación, pues los grandes diarios o cadenas de difusión sólo hablaron de
ella cuando surgieron los incidentes que involucraron a varios periodistas.
Ante tal situación, cabe preguntarse qué está pasando con nuestra sociedad en general que ya no sale a las calles a protestar en las diversas marchas promovidas, a expresar su disconformidad de lo que está ocurriendo en nuestro país con toda la clase política. La respuesta cae por su peso: es la misma clase política, desprestigiada y degradada por décadas, la que trata de organizar reuniones proselitistas para objetivos que pueden tener un buen propósito, pero cae en el descrédito a causa de sus organizadores, muchos de los cuales han estado vinculados con escándalos de corrupción y son directa e indirectamente causantes de la debacle política de la última década. Con un gobierno insostenible, el éxito de una oposición masiva y contundente estaría más que asegurado. Pero las numerosas y costosas convocatorias de ambos “frentes” en los últimos meses no han sido las esperadas. Nacen fallidas desde ya. Ninguno de los organizadores y promotores tienen la talla moral para liderar un reclamo que es el sentir de la ciudadanía: extirpar la corrupción gubernamental. La percepción de muchos es ver cómo mueven sus “fichas” para ver cuánto puede afectar positiva o negativamente a sus intereses, ya ni siquiera partidarios. Lo vemos en la cantidad de tránsfugas que pueblan este Congreso, por ejemplo. También es el crudo reflejo del deterioro de esas organizaciones que dicen llamarse partidos políticos, instituciones que colocan a estos personajes en los poderes de Estado, desde la Presidencia hasta el último congresista que ocupa una curul. Todo juego político entre ellos no obedece al sentir social. La sociedad les otorga un bajo puntaje de aceptación a ambos poderes (peor, el Congreso). En caso de que Castillo sea vacado, viene una incertidumbre como nunca se ha vivido en la sociedad peruana: ningún líder emerge en nuestra actual historia bicentenaria. Vemos con mucho escepticismo un gobierno y un congreso lleno de aprendices de ladrones, un violador, misóginos, corruptos, fanáticos. ¿Poner las manos al fuego por esos personajes?