Casi la mitad del mundo. A pocos grados se encuentra la capital de este país que lleva por nombre el de la famosa línea equinoccial que divide el planeta en norte y sur: Ecuador. Quito es una ciudad serrana, rodeada de montañas y un volcán, el Pichincha. Este viaje lo realicé en febrero de 1992, llegué un 03 de febrero desde Cuenca, luego de una extensa visita a unos amigos que vivían en esa ciudad. Había ido a este país por dos motivos personales: visitar precisamente a Laura y Patrick (y su hijito Camilo); y reacomodar mi vida, ya que estaba dejando Lima tras muchos años para instalarme en Trujillo. Antes de tomar la decisión final, quise hacer este periplo.
Había estado en Ecuador en 1976, pero había llegado hasta Machala; en realidad, no era mucho. Esto sí era más extenso. Ecuador estaba en una bonanza económica y nosotros salíamos del desastre que fue (no lo olvidaré) el gobierno de Alan García. Muchas instituciones, turistas, proyectos se habían alejado de nuestro país por la violencia, la inestabilidad política y la terrible inflación que nos comían. Ecuador estaba lindo, pujante; sus carreteras eran envidiables y sus lugares se veían llenos de personas que querían conocer un país andino. Y Quito puede ofrecer muchas cosas como ciudad.
Una vez instalado en un hotel céntrico y apoyado de una guía, me dirigí a recorrer el centro viejo, cerca del Panecillo. Quizá para muchas personas no hallen atractivo las ciudades con calles en subida y bajada, pero como había vivido muchos años en Arequipa, las ciudades así me atraen mucho (Trujillo es excesivamente plana). Las estrechas calles del Centro Viejo son atractivas, bulliciosas. Me fui a la Plaza Mayor, por ahí había que empezar; el palacio de Carandolet, la sede de gobierno no es algo notable; tampoco lo es la catedral; pero si hay algo bello por ver en esta ciudad son las iglesias de San Francisco y la Compañía, extraordinarios monumentos barrocos que han sufrido modificaciones por las reconstrucciones hechas luego de diversos violentos terremotos que asolaron la ciudad. Si uno quiero ver la joya de la ciudad, uno debe ir al convento de San Francisco. Iglesia y claustro son una belleza impresionante. En realidad, con las iglesias de El Sagrario y La Compañía, esta ciudad tiene para competir con las de Cuzco, Guanajuato o Potosí. Entrar a ver los espacios aéreos, cúpulas totalmente labradas, sus altares en pan de oro y sus innumerables cuadros de la escuela quiteña te apabullan por la belleza y el boato. Mención aparte es sus yeserías, sus imágenes, muchas de ellas hechas por un gran artista como fue Bernando Legarda (hay una en la iglesia de San Francisco en Trujillo, ciudad en la que hay bastantes trabajos de la escuela quiteña - por ejemplo, el convento de las carmelitas es obra de jóvenes quiteñas-). Hay que ir a ver el Museo de Arte Colonial, es una visita obligada. Los claustros de San Francisco tienen su propia identidad y difieren bastante del complejo construido por esta congregación en la ciudad de Lima.
2 comentarios:
He viajado contigo ahora leyendo lo que has escrito y me acordé del barroco brasileño y las bellas iglesias que visité durante viaje a lo que llamamos de Ciudades Historicas en Minas Gerias (uno de lo que llamamos estado Brasileño) y tambíen de lo Museo de Arte Sacra de mi ciudad, ejemplo del Barroco Paulista (tardio y menos rebuscado que lo de Minas Gerais). He decidido que cuando yo regrese al Brasil saliré de viaje por America Latina. Ojalá! Tendré la suerte de conocer a las bellezas mencionadas por ti.
Saludos desde Orduña.
Hola Meg,´sí gracias por el comentario. Un día debo ir a Ouro Preto, es un sueño y una obligación. Pronto voy a contar mi experiencia en dos ciudades barrocas impostergables: Juli en Puno y Potosí en Bolivia.
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