Manuel Burga en su libro reeditado “Para qué sirve la historia” da una descripción contundente del Estado peruano de entonces y que no ha cambiado ni un ápice: “El Estado peruano es, de nuevo, como hace 50 años, un Estado instrumental, prebendista, despótico y autoritario, donde el manejo tecnocrático no tiene en cuenta la opinión pública, ni la ética, ni las particularidades nacionales, ni los compromisos elementales de cualquier pacto social”. La opinión pública, las medidas tomadas para “controlar” la violencia con una tenida a lo “Bukele” y el trato preferencial con personajes polémicos como los mineros informales en Lima dan por válido este inventario del Estado peruano. Me atrevería a agregar una palabra clave para esta institución problema: centralismo. Esto explica, también, la dramática propuesta de que este mismo Estado asuma la deuda dejada por el gobierno municipal de la capital. Demás está decir que las acciones y comentarios de los representantes de ambos poderes reafirman las características de este nuevo Estado que va inclinando el poder hacia un Congreso cuestionable, en abierta contradicción con la Constitución que tanto dicen defender. Las preguntas que hace la historia a la sociedad peruana son interesantes y, en la búsqueda de ciertas respuestas argumentadas a lo que estamos viviendo, encontramos relecturas que nos permiten entender algunas anomias de nuestra política. Las publicaciones del reciente Bicentenario nos permitieron conocer que la gesta independista ocurrió más en diversas regiones como Huánuco, Cusco o Tacna, que Lima, ciudad que no quería perder su estatus y privilegios del reino de España. La independencia de Trujillo hubiera sido un evento muy relevante para despertar la conciencia del poder de las regiones sobre la capital, pero la pandemia y la indiferencia de las autoridades locales y regionales frustraron una magna celebración. Como hablábamos con la historiadora Susana Aldana, estas conmemoraciones destacaron el rol preponderante que jugaron las regiones, muchas de ellas relegadas por el poder central y olvidadas por sus mismos representantes. Es aquí donde surge el problema: los partidos políticos; estas instituciones, que deben construir modelos sociopolíticos para un plan de gobierno nacional, regional o local; no parecen plantearse sólidos planes de gobierno que conciban una visión de una nación integradora para sus diversos ciudadanos que viven en espacios desarticulados, incomprendidos e, incluso, menospreciados. Leer los planes de gobierno es hacer un verdadero ejercicio de fantasía en los que vemos cuán alejados están del concepto de nación y cuán cerca están de los intereses de una familia, de un clan o de un grupo social. Lo bueno sería conocer y criticar, de ser pertinente, sus viabilidades y depurarlos¸ pero sabemos que será bastante difícil que la promuevan al saber que estas se han convertido en evidentes espacios de corrupción.
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