Horror. Esa es la palabra que
describe tenuemente la crisis que estamos viviendo todos los peruanos estos
últimos días. Casi media centenar de muertos al momento de escribir este texto.
Cientos de heridos, alguno de ellos de gravedad, con la posibilidad de engrosar
la lista de decesos. Mensajes desatinados y nada empáticos por parte de los
poderes del Estado. Violencia exacerbada por diversos intereses y esquivas
reflexiones de las personas que deberían hacer un mea culpa urgente para salvar
la poca dignidad que le va quedando a este poder político, tan ajeno al país en
líneas generales. Las cartas de renuncia de algunos ministros están advirtiendo
y dando las pautas implícitamente de lo que deben hacer a Dina Boluarte, al
Consejo de Ministros y a un Congreso del Perú; este que pareciera que juega su
partido aparte para ver qué tajada puede sacar de todo este río revuelto. Dilectos
padres de la patria. Si las encuestadoras se arriesgarían a hacer con más frecuencia
sondeos de popularidad y aceptación de todos estos personajes y organismos,
esto les puede servir de referencia a los mencionados y así responder a las
preguntas que hacía Dina Boluarte en su última presentación pública. Quizás.
Diversos organismos, politólogos,
juristas, analistas de toda índole han presentado diversos escenarios para
contener esta furia que se va expandiendo por todo el país. Esto implica la
necesaria renuncia de la presidente, un gobierno de transición con un
congresista de mayor aceptación (¿habrá?) y convocar elecciones generales con
las reformas electorales urgentes de los partidos políticos con el fin de evitar
más el deterioro en el que han caído. Un complicado panorama para los
“otorongos que no comen otorongos”. De adelantar elecciones generales, el
panorama es alarmante, pues la situación, tal como está, se agravará.
Por otro lado, la comunicación debe cambiar. Las simplificaciones ofensivas con los fallecidos civiles lindan con un tipo de insulto racista y clasista visto unívocamente desde el poder. El terruqueo contra jovencitos u otras personas que tuvieron la desgracia de caer por las balas no sólo hace enfurecer a los deudos (gran problema de DDHH que tendrán los actuales responsables), sino a los numerosos acompañantes del sepelio realizado en Juliaca: ¿toda esa gente es terrorista? ¿En qué cabeza puede caber semejante simplificación? Los grandes medios de comunicación se han vuelto una verdadera caja de resonancia, más preocupados por las pérdidas económicas (son graves, obviamente) que por las vidas perdidas. La percepción de los ciudadanos enlutados en que las vidas de sus difuntos no son relevantes. Frustración y posible impunidad.
Además, la situación que estamos viviendo cuestiona también la efectividad de la inteligencia de seguridad y las cabezas de este sistema que no advirtieron lo que se venía. Uno puede preguntarse: ¿Seguridad interna no vislumbró la coyuntura?
Estas heridas demorarán mucho tiempo en cicatrizar.