Para empezar este artículo, tomo prestado un pequeño extracto del ensayo “Estética de la derecha peruana: una breve indagación sobre sus formas” de Mijail Mitrovic: “[..] El fujimorismo en el poder apostó por la cultura de masas como mecanismo de dominación y en ella la imagen documental operaba de dos modos: por un lado, atiborraba la prensa chicha del mórbido realismo de la catástrofe y el crimen, mientras la cuidadosa puesta en escena de las capturas de líderes de Sendero y el MRTA apuntaba no tanto a la lucha contra la subversión sino a desalentar cualquier disenso mediante el estigma del terruqueo [..]”. El resaltado y subrayado son míos.
Tenemos un nuevo presidente. Uno
nuevo surgido en el marco de una ola de descontento contra la clase política
vergonzosa y descarada. Los que recordamos los años 80 desde inicios de las
acciones sangrientas de SL, los gobiernos de entonces no fueron capaces de
enfrentar el crecimiento de este cáncer que prosperó por incapacidad de no ver
al monstruo que tenían delante de sí, por el crecimiento de una galopante
corrupción, una inflación desastrosa, escasez e ingobernabilidad como lo fue el
primer gobierno de Alan García. Los entonces partidos de izquierda, corroídos
por la inacción y el avance senderista abrumador, no trazaron una frontera con
los movimientos terroristas, salvo excepciones. El ascenso de Fujimori fue
acompañado de un aparato mediático que aplastaba sistemáticamente a opositores
sociales y políticos de manera escandalosa. Así surgió el término terruco y sus diversas variables como "terruqueo" o “terruquear”. Esta palabra sirvió para encasillar, como una
suerte de cajón de sastre, toda acción que implicaba reclamos por trasgresión
de los derechos sociales y humanos. Ejemplos sobran. Cualquier resquicio de
malestar contra el régimen o contra el modelo y las personas que sustentaban
ciegamente al gobierno de turno, era acallado no solo a través de los medios,
sino por la sociedad misma que vio con temor un posible rebrote de SL o
cualquier variante de terrorismo. Tres generaciones de peruanos hemos crecido y
reaccionado con el prejuicio que estigmatizaba personas y acciones. Esto
también, en cierta manera, desalentó a muchas personas que querían hacer
política, pues el fujimorato desmanteló toda forma de institucionalidad
política: los Vladiveos son las más claras evidencias de ello. Prensa,
farándula y algunos partidos políticos eran ignominiosos vasallos de una campaña
escandalosa. Pero el daño causado en la sociedad aún persiste en las
percepciones de la gente. Son respuestas automáticas, aprendidas por el
sonsonete reiterado no solo en esa década, sino en los gobiernos siguientes.
Una extensión a estas palabras es “caviar”, dada a aquellas personas que, pese
a su condición socioeconómica, se adhieren a reclamos sociales justos.
La gente - los “terrucos” - salió
a la calle a protestar. Una barrera ha comenzado a caer. Es tiempo de
desaprender prejuicios y poner las cosas en orden.
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