1 de julio, 2020. Se levanta
la cuarentena. Desde el confinamiento riguroso a partir del 16 de marzo, varios
fallidos intentos se hicieron con el fin de evitar la expansión de una pandemia
que la sabíamos desastrosa para lo cual se idearon diversos protocolos con el
fin de detener su incontenible avance como sucedió en Asia y Europa. Se empleó
diversas estrategias, pero hubo una buena dosis de desconocimiento de un país debilitado
en sus estructuras estatales en las últimas décadas en educación, seguridad y,
ahora añadimos, salud. Pocos son los países que han sabido controlar la
pandemia. Los que priorizaron la economía la están pasando mal, bastante mal.
China, Italia, USA, Brasil, Chile (país que pronto pasará al nuestro en cuanto
a contagios y fallecidos) y ahora el nuestro, han aplicado diversos métodos
contra un enemigo invisible y que ha “aprovechado” todos los medios alcanzados
por esta sociedad para su rápida expansión. Algunos países que “relajaron” el
confinamiento se han visto en la necesidad de volver a este pues los contagios
volvieron a subir. Como me comentaba mi hijastra quien es médico en Portugal,
la gente volvió a la supuesta normalidad y el país lusitano, modelo de control,
ha entrado en emergencia por la irresponsabilidad de muchas personas, sobre
todo jóvenes, que retomaron sus ritmos de vida y diversión sin medir las
consecuencias; una simple fiestecita playera fue el foco infeccioso que llevó a
casi un centenar de imberbes y sus familiares a copar algunos hospitales
lisboetas.
¿Y nosotros? Fuera de la
irresponsabilidad e indolencia demencial, y la urgencia social, hay otras situaciones
alarmantes. Por ejemplo: basta ver el pésimo servicio de transporte público,
las posibilidades de un rebrote son bastante altas. La pesadilla heredada por décadas,
el transporte público exige ahora una obligatoria revisión profunda. Los
líderes del transporte público privado planteaban a sus usuarios la posibilidad
de cobrárseles casi 5 soles por pasaje por un servicio de pésima calidad y que
hace que los pasajeros vayan literalmente como ganado. La necesidad de
transporte masivo a escala se impone en urbes en las que el panorama es cada
vez más lamentable y en franco deterioro. El sentido de las ciudades grandes
como centros atractivos de trabajo tienen que replantearse lentamente. Existen diversas
anomias sociales, puesto que nuestras ciudades crecen desmesuradamente por el
centralismo económico, social, laboral, académico, cultural, político; esta
anomalía histórica incrementa el cáncer de la informalidad, fuera del
debilitamiento de las estructuras del Estado. Además, es evidente que las
grandes ciudades han sido los principales focos de infección que se ha
dispersado por el resto del territorio. Situaciones como estas han sido
lamentablemente una forma de aprendizaje.
Gremios profesionales y la
Academia deben de plantear propuestas urgentes y atendidas por el sector
político.
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