El lunes
14, por la madrugada, Orietta Brusa partió en un viaje sin retorno. Se fue
silenciosamente, durmiendo. Partió en paz. Cerró su paso por esta ciudad, por
este mundo, con una estela grande que ha originado una respuesta inusitada
entre jóvenes, amigos, enemigos y la intelectualidad de nuestra ciudad.
Italiana
de nacimiento, adoptó la nacionalidad peruana y decidió afincarse en nuestra
ciudad en la que se desarrolló en el mundo académico y cultural. Por su notable
personalidad y carisma, fue conociendo a diversos amigos, algunos de los cuales
la adoptamos como nuestra familia. Amiga de sus amigos, fiel a ellos, tenía un
alto sentido de la fidelidad, algo ya poco conocido en mundo tan egoísta e
individualista en el que nos hemos convertido. Militante de izquierda,
feminista, atea confesa, fue una mujer que luchó por la mujer, por la posición
de esta en la sociedad, a pesar de que muchas de ellas no entendieron su mensaje
por lo osado y revolucionario que era. Reconocía en ellas el peor enemigo de su
género por volverse complacientes y hasta aliadas de machistas que ofenden a
las mujeres día a día. Su sencillez era conocida, así como su amor por los
animales desvalidos; pero era mujer de vasta cultura, que empequeñecía, sin
quererlo, a docentes universitarios, incluso decanos. Su posición de respeto a
los derechos humanos y laborales le hizo granjearse muchos enemigos. Sus
argumentos (actividad tan poco conocida por gente patán en el poder) eran
contundentes y cuestionaban decisiones tomadas por las autoridades de las
instituciones por las que pasó; por eso, no es raro que ambas universidades
para las que laboró la hayan tomado como un personaje incómodo y hayan buscado
diversos artilugios para “desprenderse” de ella. Pero, les dio el nivel
académico que una universidad, si se jacta de serlo, debe de tener.
Ahora me
viene el recuerdo de un cuento que leí en la niñez: El pintor de mariposas de
Rafael Santos Torroella. En este, un pobre pintor que vivía solo se dedicó a
reparar las alas de mariposas que habían quedado dañadas por una u otra razón;
el pintor muere y en el camino a su entierro anónimo en una fosa común, sobre
su pobre ataúd se comenzaron a posar un puñado de mariposas y luego, cientos,
miles. Fue el entierro más bello que hubiera querido un rey. Orietta fue como
ese pintor que fue arreglando la vida de sus estudiantes. Tanto en la UNT como
en la UPN, cientos de alumnos fueron tocados por las palabras y ejemplos de
ella, a quienes les orientó o reorientó la vida. Mujeres y hombres, jóvenes y
maduros, decidieron cambiar sus rumbos gracias al apoyo de esta mujer que ayudó
a muchos a hallar un sentido de vida en medio de la oscuridad y la sombra. Los
cientos de testimonios de ellos, de todas las edades y carreras, dan una buena
esperanza de que su legado no se perderá. Su memoria está, pues, en la semilla
que plantó en ellos y que la harán crecer a través de sus acciones y gestos.
Gloria Mundi.
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