En 1988, por razones de trabajo, fui a Israel por casi cinco meses. Durante mi permanencia pude constatar muchas cosas que, por la rutina y la costumbre, no puedes apreciar en su real dimensión. El nuevo gobierno de ese entonces estaba en una encrucijada: con el fin de lograr mayoría en el congreso, el partido gubernamental se había aliado con un partido de extrema derecha religioso; obviamente, esta alianza no era gratuita, pues el partido religioso comenzó a plantear ciertas exigencias que podían modificar la vida de todos los ciudadanos israelíes, judíos o no (hay un buen grupo cristiano de origen palestino, drusos y musulmanes). Restringir toda actividad por shabbat (sábado), que empieza desde el viernes al salir la primera estrella (calendario lunar). No abrir restaurantes o cualquier otra actividad nocturna. Cancelar todos los vuelos de la línea aérea israelí ese día e, incluso, limitar los vuelos desde y hacia Israel ese día de las demás empresas. El pedido generó un debate nacional y puso al gobierno en crisis. Paso a paso, con gabinetes censurados y otros tipos de concesiones, estos pedidos no prosperaron mucho. Muchos de los votantes del gobierno de entonces se sentían decepcionados ante el retroceso logrado en esta sociedad conocida por su secularidad.
En el 2019, durante la visita
del Sr. Galai Ahmed, premio Nobel de la Paz de 2015, a la Feria Internacional
del Libro en Nuevo Chimbote, en su conferencia magistral, un joven de la
comunidad LGTB le preguntó sobre la situación de la mujer y de los integrantes
de dicha comunidad en una sociedad de mayoría musulmana. Le respondió que el esfuerzo
del grupo de ciudadanos líderes del proyecto es el de preservar el sentido
secular del movimiento, posición aceptada por los integristas religiosos que
conforman esta asociación de ciudadanos deseosos de cambiar la realidad
política de su país. El panorama era crítico y pudo haber devenido en una
espiral de violencia como sucedió con otras naciones durante la famosa
Primavera Árabe del 2013. Lo sucedido en Libia o Siria, o el ascenso del
fundamentalismo religioso en Egipto que terminó en golpe de estado son algunas
de las dramáticas situaciones surgidas por este movimiento que se originó,
precisamente, en Túnez, lugar de origen del Sr. Ahmed. Musulmán él, reiteró el
éxito de este movimiento al espíritu secular e integrador que surgió de todos
los ciudadanos simpatizantes del movimiento.
Quizás, tras este artículo, algunos amigos o conocidos no me dirijan más la palabra. Pero, la necesidad de hallar más puntos en común en un país desarticulado y confrontado no pasa necesariamente por la religión. Los principios se basan en dogmas que sustentan su teleología. Los fundamentalismos son un peligro latente social, tal como lo hemos visto con los grupos que apoyaron a Trump y Bolsonaro. La idea es poder sumar no imponer; además, el actuar de manera proselitista genera divisiones y segregaciones, las cuales debemos de evitar. La fe mueve montañas; pero la razón también.