Fraude. Golpe. Anulación. Firmas. Actas. Elecciones. ¿Cuántas veces habremos oído y leído estas palabras en las últimas semanas? ¿Cuántas variaciones en su origen, actor e, incluso, significado han ido surgiendo desde la boca de urna aquel 06 de junio?
Dos domingos después aún no
tenemos un presidente oficial. Al momento de emitirse los primeros datos
electorales del JNE, la evolución política y, de paso, el clima social han sido
tensos y no han estado exentos de roces en una sociedad resentida por la
pandemia, la crisis económica laboral y las tensiones de un Congreso de
accionar lamentable. Aunque las cifras ya dan un ganador, la perdedora ha
decidido quemar sus últimas naves arrastrando consigo a abogados, medios de
comunicación, personalidades, políticos desgastados y militares retirados. Para
ello, no ha escatimado en buscar recursos de todo calibre, mientras los medios
jugaban un rol desconcertante, los cuales están lejos de contribuir en la
construcción de puentes necesarios para proteger a nuestra endeble democracia.
Las llamadas a una asonada social, una anulación de este proceso electoral o,
peor aún, un golpe de estado son alarmantes y nos muestran el especial concepto
que se tiene de la democracia, palabra manida hasta el cansancio, pero poco
conocida. Un intento golpista no haría sino acentuar más la crisis no solo a
nivel interno, sino a nivel internacional pues un golpe sería total o
sistemáticamente rechazado. Ahora se debe pensar con cabeza fría con el fin de
poder trabajar en conjunto y ayudar a estabilizar el ambiente político para
tener gobernabilidad y proyectarse en macro soluciones urgentes e inmediatas. Además,
fortalecer al virtual presidente, quien asume el mando de todos los peruanos y
no un partido político que tiene fuertes problemas en el interno con personajes
corruptos y egocéntricos, mal de todas nuestras organizaciones políticas.
Se juega en contra de los ciudadanos de a pie, quienes angustiados buscan un trabajo, dinero para alimentos o medicinas para un familiar o de manera personal; esperan su ansiada vacuna; o desean estabilidad para empezar un negocio personal o familiar. Aquí cabe recordar el rol principal que asumen los partidos políticos para el buen gobierno. El periodo del Fujimorato significó la muerte de los partidos tradicionales. Durante esa década, a la cual Iván Degregori denominó “de la antipolítica”, estas entidades fueron heridas “de muerte”; muchas no se recuperaron. Lo que sí hubo fue una nueva forma de concebir estas instituciones: sin ninguna ideología y unidos más para intereses personales o los del líder, además de una suerte de endiosamiento de este. Hay preguntas que quedan en el aire: ¿Cómo sería el fujimorismo sin ningún Fujimori? ¿APP sin ningún Acuña? El APRA atrincherado entorno a AGP, ¿cómo se proyectan con su aún sombra omnisciente para su reinscripción? ¿Se reinscribirá el PPC muerto su patriarca? ¿Son, a la larga pues, partidos políticos?
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