Luego de 27 años, vuelvo a una de las zonas que más me impresionó en mi primera visita, no sólo por la belleza de lugar que hallamos Miguel Jaramillo y yo un julio de 1983, sino por la serie de peripecias que nos tocó vivir en ese entonces. Pensé que muchas cosas habían cambiado, pero cada viaje es siempre una caja de sorpresas que nunca dejan de estallarte en la cara para alegría muchas veces, para preocupación otras tantas.
El primer viaje fue hecho con nuestro gran espíritu aventurero y una gran dosis de flexibilidad, habida cuenta que los servicios a la sierra eran (y en la actualidad, en muchas ocasiones, sigue siendo) de pésima calidad. La atención es bastante mala y la vida de uno está permanentemente expuesta al peligro, fuera de la calidad de servicios, como los higiénicos, que te hacen abstenerte de usarlos: no comes, no bebes, no usas los baños; una larga implosión corporal hasta llegar a algún baño decente. Además, en 1983, para julio se habían calmado los duros embates de lo que fue ese terrible fenómeno del Niño que agarró a todos los peruanos desprevenidos, haciendo colapsar casi toda la infraestructura vial norteña, así como la economía de ciudades y hogares de miles de peruanos ante la incapacidad del gobierno de entonces. Sabíamos que la carretera estaba afectada; pero nuestra terquedad aventurera pudo más y salimos en un bus, cuyo terminal se hallaba en la calle Unión, cerca del negocio de mi padre. Premunidos de un maletín comenzamos este periplo que nos llevaría a Cajabamba y, luego, a Cajamarca.
Subidos al bus, empezó la aventura. Citados a las 2 de la tarde, el bus salió a las 3. El bus era para unas 30 personas. Cuando llegamos a Huamachuco, en el bus iban unas cien aproximadamente. Había personas paradas en el pasadizo, apretujadas unas contra otras y esto les permitía dormir con confianza, ya que no iban a caer durante su sueño. Iban varias personas más en el techo y, a pesar del cerrado frío serrano, vi a por lo menos un par de señoras campesinas bajar con hijos en brazos de las alturas. En la ruta de retorno que hicimos esta vez por la tarde vi varios camiones cargando a personas y entre ellas a mujeres con bebes de pecho exponiéndose a todo riesgo. La vida en nuestra sociedad no vale nada; eres equiparable a una cabeza de ganado, o bultos de maíz o papas.
Nuestro actual bus era más grande (un bus-camión) con ciertas comodidades: un bus cama. Nuestros asientos daban a una ventana cuyo picaporte estaba roto: menudo problema. Decidimos cambiarnos de sitio a los asientos laterales. Una vez ahí, a la controladora le increpamos la calidad de bus en el que íbamos; esta reacción nos permitió ir en nuestros nuevos asientos. Atrás de nuestros asientos iba una señora con dos pequeños hijos, uno de ellos terminó defecando, puesto que no había baño alguno y el niño no exigió atención previa alguna. Bueno, nos fuimos con hedores hasta Cajabamba. Ni modo. Tras un par de horas, con nuestro olfato ya saturado, tenté dormir y lo logré. Desperté un par de horas más tarde, casi llegando a la ciudad de Huamachuco, donde el bus hace una de las paradas de rigor. Había una luna llena espledorosa y eso me permitía ver ciertas siluetas del paisaje.
Dejamos atrás Huamachuco y salimos rumbo a Cajabamba, iba con ciertas expectativas y no con algunos temores que a la larga se fueron convirtiendo en realidad. Días previos había buscado en internet información sobre Cajambamba y sus instalaciones hoteleras. Cuando hice la búsqueda, obtuve pocos datos y los que obtuve estaban totalmente desfasados. Recurrí a la Telefónica y fue peor, algunos datos telefónicos eran errados o no existían. Gracias al apoyo de amigos como Gilberth y César Alva, obtuvimos varios datos de hoteles, direcciones y teléfonos. Llamé a varios y los hoteles estaban llenos, había un evento del cual me iba a enterar después.
Una vez instalados en el nuevo hotel, nos pegamos una ducha con agua caliente y nos fuimos a comer. El lugar era Fonseca, lugar en el que íbamos a hallar la información pertinente para empezar nuestras aventuras por la ciudad.
El primer viaje fue hecho con nuestro gran espíritu aventurero y una gran dosis de flexibilidad, habida cuenta que los servicios a la sierra eran (y en la actualidad, en muchas ocasiones, sigue siendo) de pésima calidad. La atención es bastante mala y la vida de uno está permanentemente expuesta al peligro, fuera de la calidad de servicios, como los higiénicos, que te hacen abstenerte de usarlos: no comes, no bebes, no usas los baños; una larga implosión corporal hasta llegar a algún baño decente. Además, en 1983, para julio se habían calmado los duros embates de lo que fue ese terrible fenómeno del Niño que agarró a todos los peruanos desprevenidos, haciendo colapsar casi toda la infraestructura vial norteña, así como la economía de ciudades y hogares de miles de peruanos ante la incapacidad del gobierno de entonces. Sabíamos que la carretera estaba afectada; pero nuestra terquedad aventurera pudo más y salimos en un bus, cuyo terminal se hallaba en la calle Unión, cerca del negocio de mi padre. Premunidos de un maletín comenzamos este periplo que nos llevaría a Cajabamba y, luego, a Cajamarca.
Nuestro actual bus era más grande (un bus-camión) con ciertas comodidades: un bus cama. Nuestros asientos daban a una ventana cuyo picaporte estaba roto: menudo problema. Decidimos cambiarnos de sitio a los asientos laterales. Una vez ahí, a la controladora le increpamos la calidad de bus en el que íbamos; esta reacción nos permitió ir en nuestros nuevos asientos. Atrás de nuestros asientos iba una señora con dos pequeños hijos, uno de ellos terminó defecando, puesto que no había baño alguno y el niño no exigió atención previa alguna. Bueno, nos fuimos con hedores hasta Cajabamba. Ni modo. Tras un par de horas, con nuestro olfato ya saturado, tenté dormir y lo logré. Desperté un par de horas más tarde, casi llegando a la ciudad de Huamachuco, donde el bus hace una de las paradas de rigor. Había una luna llena espledorosa y eso me permitía ver ciertas siluetas del paisaje.
Dejamos atrás Huamachuco y salimos rumbo a Cajabamba, iba con ciertas expectativas y no con algunos temores que a la larga se fueron convirtiendo en realidad. Días previos había buscado en internet información sobre Cajambamba y sus instalaciones hoteleras. Cuando hice la búsqueda, obtuve pocos datos y los que obtuve estaban totalmente desfasados. Recurrí a la Telefónica y fue peor, algunos datos telefónicos eran errados o no existían. Gracias al apoyo de amigos como Gilberth y César Alva, obtuvimos varios datos de hoteles, direcciones y teléfonos. Llamé a varios y los hoteles estaban llenos, había un evento del cual me iba a enterar después.
Llegamos allí a las 5 de la mañana y quedamos en la estación del mercado; preguntamos por la plaza de armas y la gente, muy amable, nos indicó que quedaba a sólo 3 cuadras del lugar. Nuestro hotel escogido, La Posada, quedaba en plena plaza, así que nos pusimos en camino. Llevaba un morral que había comprado en Israel hace varios años (1988) y aún lo uso por práctico y resistente; puse sus asas entre los brazos y eso me da maniobrabilidad que no te la dan las maletas de mano y de ruedas. Así marchamos hacia la plaza, era 28 de julio, día patrio. La ciudad tenía varios cambios que la hicieron irreconocible de aquella que vi en mi primera visita. La plaza de armas tiene para mí un especial recuerdo: tras el largo de viaje que hicimos con Miguel Jaramillo en ese entonces (salimos a las 3 de la tarde y llegamos a las 11 de la mañana), decidimos comprar un par de botellas de vino para celebrar esa noche. Sentados en la plaza más o menos a las 9 de la noche, sin un alma, se nos acercó un policía y luego otro, nos pidieron nuestros documentos; luego de revisarlos, el primer policía nos indicó que como era zona roja, zona de Sendero Luminoso, lo que solían hacer era primero disparar y luego preguntar quién era o quiénes éramos. Decidimos irnos raudos a nuestro hotel. Ahora era diferente, había ya vivanderas de anticuchos y de desayunos al paso listas para el trajín del 28. Una de ellas nos indicó dónde estaba el hotel. Llegamos a él, tocamos la puerta y nos permitieron usar dos cuartos individuales hasta las 10 de la mañana que iban a desalojar nuestro cuarto doble. Cajabamba estaba celebrando el segundo Encuentro de Pintores en homenaje a José Sabogal, gran pintor indigenista y habían llegado más de 250 pintores de todo el país. Esa situación creó todo un desequilibrio que no habíamos previsto. Había llamado cuatro (4) veces a la administración del hotel dos días antes para asegurar nuestro cuarto y se nos dio una respuesta afirmativa. Una vez levantados, nos fuimos a tomar desayuno, una rica trucha rosada frita con papas sancochadas. Delicioso. Terminado este, nos fuimos a ver el asunto del hotel para ver qué íbamos a hacer, queríamos dejar nuestas cosas instaladas. Pero ¡Sorpresa!, como unos inquilinos previos no querían partir, nos dijeron que ya no teníamos cuarto. En el colmo de la desorganización, nos dijeron frescamente que teníamos que quedarnos en unos cuartos simples que costaban 15 soles a precio de 40 soles. Eso es lo que se llama el puro libre mercado. Felizmente hallamos otro hotel más amplio, con mejor vista, mejores instalaciones y nos mudamos ahí.
Una vez instalados en el nuevo hotel, nos pegamos una ducha con agua caliente y nos fuimos a comer. El lugar era Fonseca, lugar en el que íbamos a hallar la información pertinente para empezar nuestras aventuras por la ciudad.
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