Los desastres naturales son un reto
permanente para la humanidad. Los hombres los han estado estudiando por siglos
para aprender a convivir con ellos y, en situaciones extremas, reducir la
mortandad en los lugares que sufriere uno de ellos. La geografía física del
planeta no es estable y el hombre busca las formas y métodos para atenuar las
consecuencias cuando los cambios geográficos se tornan violentos y sorpresivos.
Erupciones volcánicas, terremotos, maremotos, inundaciones; diversos fenómenos
naturales que han exigido al hombre aprendizajes forzosos y dolorosos. Y uno de
esos aprendizajes se ha convertido en la seguridad.
La seguridad es la ausencia de peligro o
la sensación de confianza que tenemos por algo o alguien. La seguridad la vamos
obteniendo a través de la educación, así como, las acciones que hacemos y que
se convierten en medidas y sistemas de seguridad. La población de lugares de
alto riesgo termina por desarrollar una cultura preventiva con el fin de
minimizar las consecuencias de un siniestro. Esto sería lo ideal.
Hay desastres naturales más allá de toda
prevención y cuyas consecuencias son desastrosas y mortales. Como los
históricos terremotos de Lima de 1746 o el de Lisboa en 1755, o el caso más reciente de Japón de 2011. Sin
embargo, la naturaleza humana suele perniciosa contra sus mismos congéneres y
el afán de lucro está por encima y sus efectos mortales son más efectivos que
los desastres en sí. Los ejemplos son de los más diversos y están muy ligados a
la corrupción. Veamos dos casos: construcción en zonas riesgosas, zonas que han
sido designadas como inhabitables por ubicarse peligrosamente en cauces de ríos
secos o ex pantanos desecados irregularmente son ofertados como espacios
urbanizados. No es raro que ante la proximidad de un nuevo fenómeno de El Niño,
los medios informativos eleven reportajes advirtiendo del inmenso peligro que
corren poblaciones en zonas altamente vulnerables y que no se toman medidas
drásticas, sino a la espera de una desgracia mayor para recién actuar. Muchas
de estas situaciones se han generado a vista y paciencia de autoridades
coludidas con inescrupulosos traficantes de tierras, cubiertos con el manto de
“empresarios”; la sociedad ante esta situación calla y culpa a las fuerzas de
la naturalezas o divinas.
La otra está dada en el boom de la
construcción que no ha sido puesto a prueba a la fecha. Es una situación
bastante temeraria. Hagamos un poco de historia: en el terremoto de 1746, Lima
se vino prácticamente abajo. El virrey José Antonio Manso de Velasco, Conde
Superunda (sobre las olas por el terrible tsunami post terremoto) tuvo la
triste misión de reconstruir Lima y Callao; pero el poder de los ricos y de la
iglesia impidieron que Lima tuviese un plan coherente de reconstrucción. Diferente
fue Lisboa quien tuvo a Sebastião José de Carvalho, Marqués de Pombal, la misión de reconstruir
la derruida ciudad; y este actuó con criterio científico por encima de
poderosos y clérigos. E hizo una Lisboa planificada y reconstruida con un
concepto de equilibrio y seguridad. En el terremoto de 1974 en Lima, nuevos
edificios de concreto colapsaron pese a tener el sello de antisísmico. Queda la
pregunta generada por la triste experiencia vivida por nuestro vecino Ecuador:
¿sobreviviría nuestra ciudad a un sismo de tal magnitud? Cierto es que cada
sismo tiene su “identidad”; pero las fuerzas destructoras se pueden confabular
con la corrupción humana. En los terremotos de Taiwán, las caídas frecuentes de
edificios familiares muestran la cruda perversión de constructores: las bases
de los edificios estaban rellenas de tapas de gaseosas. En un país en que los
criterios de calidad se han relajado tanto para permitir el boom económico y
sobrevivir a la informalidad, salta la pregunta: ¿cómo estarán las bases de los
numerosos edificios familiares? Quizá, y espero equivocarme, pueda ser un temor
infundado. Pero el día que Trujillo pase la dura prueba, de pasarnos algo,
esperemos que no sea la acción humana la que nos cause daño.