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Trujillo, La Libertad, Peru
Un espacio para mostrar ideas y puntos de vista ligados al arte, a la cultura y la vida de una sociedad tanto peruana como universal

miércoles, 3 de septiembre de 2008

EL PLACER DEL PALADAR


Antes de empezar a escribir sobre un tema tan apasionante como el buen comer, divagaba sobre qué punto tocar en tan vasto territorio recientemente abordado y acosado con esta famosa campaña de la culinaria peruana. Me vi abrumado por los diversos caminos que implica sondear el planeta gastronómico y no más de una vez cruzó por mi mente no embarcarme en tan titánico periplo, ya que soy un pésimo cocinero y no tendría una justa licencia para hablar de platillos y manjares que deleitan nuestros mal llamados sentidos menores. Mas, de pronto caí en la cuenta que así como uno puede apreciar una bella obra de arte sin necesidad de ser un artista consumado, uno también puede ser un buen gourmet sin que me haya dedicado de alma y corazón a esa alquimia secreta que es la buena cocina. Quizá haya semillas ocultas en cada uno de nosotros cuando nos desvivimos por una obra de arte y esté en mí un potencial cocinero que quisiera palpar, oler y fusionar los manjares frescos que podemos encontrar en cualquier gran súper mercado de nuestra ciudad hasta pequeños modestos puestos dirigidos por vivanderas. Una vez convencido de mi licencia, tomo el reto de navegar entre sopas, escabeches, guisados, chupes y toda delicia que las imaginativas manos humildes y poderosas pueden hacer con el mundo animal, vegetal e incluso mineral.
¿Cuán importante es la comida para el hombre? Desde el punto de vista biológico, el alimento es el combustible de nuestro cuerpo. Esta es la explicación más rasa que se puede dar al acto de comer; comemos por necesidad de subsistir. Nada más. ¿Nada más? Ese divino contacto que un alimento tiene con las papilas gustativas hace que el hombre sondee entre sus recuerdos y emociones la identificación de aquello que vamos a ingerir. Los humanos tendemos a la regularización de todo acto, con el fin de controlarlo y, así, vamos cayendo en la rutina. Pese a que el desprecio con el que el humano ha tratado al gusto, éste se ha dado, pese a todo, la oportunidad de convertir nobles elementos dados por la naturaleza en placeres denominados platillos, como lo sería un cuadro, una pieza musical, una obra de danza. El proceso alquímico de miles de años como especie ha logrado interesantes (diría hasta admirables) fusiones que llegan a nuestras mesas para deleite de los comensales.
Todo empezó en la necesidad de comer. Los primeros humanos ingerían alimentos crudos, sean animales y vegetales, como los hacen los animales no racionales; con el desarrollo de la inteligencia vino la variedad; así como el hombre comenzó a graficarse en cuevas u otros lugares adecuados para su testimonio rupestre, la presencia del fuego permite el desarrollo de los espacios comunes inicialmente colectivos, luego íntimos. El humano evoca permanentemente ese culto al fuego y está presente en todas las culturas y religiones. El control del fuego en cosas tan nimias como las velas no hace, sino, recordar esa antigua acción. ¿Cuándo fue que el hombre comenzó a cocinar? Hipótesis sobre carnes caídas accidentalmente en el fuego y su posterior recolección para comerla hace evocar nuestras fogatas con parrilladas incluidas. La cocción del alimento inicia la larga caminata de la gastronomía humana. Leía con cierta fruición las obras de Noëlle Châtelet y de Omraam Mikhaël Aïvanhov sobre los alimentos y el comer, y ambas se preocupan de la naturaleza combinatoria de los miles de productos que pueden pasar por nuestras cocinas y mesas. La primera en su novela “La Aventura de Comer”, nos hace una interesante descripción casi novelada del preparar, cocinar y comer los alimentos, procesos que evocan nuestra memoria colectiva; la segunda es un tratado de un yoga sobre el cuerpo en general y nos da algunas explicaciones de los alimentos y su relaciones cósmicas con nuestro físico y lo espiritual. Según este tratado, “La Alquimia Espiritual”, ciertas armonías físicas de las cosas (como los alimentos) pasan a ser parte de nuestra armonía física y espiritual. Quizá este último pasa por esa simple filosofía que he escuchado varias veces en un viaje que, cuando vayas a un determinado destino, comiere uno lo que la gente del lugar come. Ellos han sabido dominar su entorno y lo ha hecho alimento para poder vivir en armonía. Esto es motivo de una fuerte discrepancia personal, ya que no quisiera comer perro o algún otro “exótico manjar”, que pueblan la culinaria mundial.
La globalización iniciada en el siglo XV con el descubrimiento de América ha expandido el mundo de los alimentos a niveles insospechados y ha aportado miles de productos novedosos que han enriquecido las cocinas de los pueblos. Así como estamos orgullosos de la papa, el tomate y el maíz, debemos estar agradecidos por las menestras y los cítricos que llegaron a nuestra mesa. Un cebiche sería impensable sin el limón que vino de la India a través de los árabes, para ser traído finalmente por los españoles. Y es nuestro plato nacional, perfecto mestizaje. O no imaginarse un delicioso chupe, hecho a base de leche de vacas que fueron traídas por primera vez en el periodo de la conquista. Podemos empezar un proceso de curar nuestros traumas revanchistas viendo el maravilloso regalo que damos al mundo con nuestros platos totalmente mestizos que serían dignos de nuevas crónicas del Inca Garcilazo de la Vega, sin más.
La estandarización está matando en cierta forma este arte culinario; la absurda cultura light y la patentización (si cabe el término) para la franquicia de un platillo no me hace más que pensar que el gusto por la producción en serie nos lleva al camino insufrible de una sociedad al estilo de MUNDO FELIZ. La famosa cocina molecular espanta y atrae en cuanto a su propuesta para la deconstrucción de un plato tradicional. La cocina en su industrialización está llegando a límites insospechados y se mata la esencia de lo que era acercarse a los alimentos para aprender de ellos en su más infinita bondad de haberme alimentado y, además, haberme hecho feliz cuando con un tenedor, cuchillo o simplemente con mis manos puse su delicada textura para hacer estallar en sabores y olores su humilde naturaleza.
Por favor, no matemos a las Chenchas de la cocina.